Siempre que puedo aprovecho para
difundir la que considero sin dudarlo una de las grandes películas del cine de
terror de todos los tiempos: The Haunting, dirigida por Robert Wise en 1963. Adaptaba la
entonces reciente novela The Haunting of Hill House de la
escritora Shirley Jackson, y a
España –si no estoy equivocado– sólo llegaría décadas después y a través de la
pequeña pantalla con el título de La casa
encantada (posteriormente aparecería en DVD como La mansión encantada).
La propuesta argumental tanto del
largometraje como del libro es sencilla. De hecho, se repetiría a menudo a
partir de entonces en muchas obras de ficción tanto literarias como fílmicas
–Richard Matheson escribiría en 1972 La
casa infernal, también llevada al cine, y con un sospechoso parecido con el
libro de Jackson–: un pequeño grupo de personas se hospeda en una aislada y
vetusta mansión que acarrea una funesta fama y se dice está encantada, con
objeto de investigar los supuestos fenómenos que acontecen en ella. Es la
Mansión Crain, la Casa de la Colina. El reparto principal lo conformaban
Richard Johnson, Julie Harris, Claire Bloom y Russ Tamblyn.
¿Dónde está la originalidad de The Haunting? Aparte, como se ha dicho,
de que pueda ser una de las primeras películas que plantee ese argumento hoy
día tan común, el gran acierto de Wise al trasladar a la pantalla el texto de
la señora Jackson radica en utilizar la sugestión y la ambientación para crear
un clima de terror sobrenatural más psicológico que físico (sensación que el
director refuerza con un recurso tan arriesgado en la narración audiovisual
como es la voz en off). Por medio de sombras, planos con perspectivas
diagonales o atípicas, contrapicados y sobre todo gracias a una trabajada
dirección artística y unos cuidadísimos decorados, la película provoca una
tremenda inquietud y un asfixiante desasosiego en el espectador que acepte el
reto de entrar en Hill House. Y es que el terror que se sabe insinuar más que
mostrar, aquel que sabe llegar sutilmente al inconsciente del espectador
incluso antes que a sus sentidos visuales o auditivos, es el que más logra
cautivar y conseguir su verdadero propósito: dar miedo.