Recuerdo un tiempo, cuando era niño y llegaban las vacaciones de verano, que TVE1 tenía por costumbre emitir después del Telediario series de televisión, generalmente de ciencia-ficción, que con sus carismáticos personajes, sus fabulosos decorados y sus rebuscadas tramas (presentando aventuras autoconclusivas en cada capítulo) tenían la virtud de pegarnos al sillón con los ojos como platos. No debemos perder de vista que era una época donde internet ni existía ni se la esperaba, no teníamos cadenas privadas ni TV en streaming, con lo cual, esclavos de dos únicos canales de televisión, la oferta era mínima. En ese clima de escasez llegaron a nuestras pantallas joyitas como La Fuga de Logan, Galáctica: Estrella de Combate o El Gran Héroe Americano, por citar sólo algunas.
En mi caso concreto, he de decir que cualquiera de las mencionadas caló muy profundamente en mi alma infantil, hechizando mi imaginación con unas dosis de fantasía y encantamiento sin parangón. Y cuando digo sin parangón, quiero decir que con el devenir de los años, quizás porque uno se vuelve más cínico y se curte su capacidad de asombro, pocos productos -por no decir ninguno- vuelven a ser capaces de transportarte como lo hacían esas series de antaño. Y es una pena, porque en el fondo, es como si una parte de ti muriera en el proceso.
Sin embargo, contra todo pronóstico, hay veces (muy pocas) en que los planetas parecen alinearse, y de pronto, tantos años después, descubres una producción que es capaz de despertar en ti sentimientos similares a los que te embargaban aquellas lejanas tardes de verano, y sientes que la chispa de la magia, aquella que creías apagada sigue presente en tu corazón, que aún eres capaz de emocionarte hasta las trancas con una serie de nueva factura, porque vuelve a darte aquello que creías perdido: carismáticos personajes, fabulosos decorados y rebuscadas tramas (presentando aventuras autoconclusivas en cada capítulo). Y vuelves a sentirte niño, y a cruzar los dedos pensando que no todo está perdido.
Y como probablemente a estas alturas os estaréis preguntando qué serie es esa capaz de obrar el milagro, me dejaré de rodeos para desvelaros su título de una vez por todas: estoy hablando de The Orville.
Situada 300 años en el futuro, esta comedia dramática de ciencia-ficción sigue las aventuras de los tripulantes de The Orville, un buque explorador de la flota interestelar de la Tierra. Aunque parezca una gran nave, en realidad es de las peores de la flota. Y su tripulación no puede ser más acorde con esta nave.
Ed Mercer es nombrado capitán de The Orville, lo que supone un importante salto en su carrera, pero todo se trunca cuando descubre que su ex mujer forma parte de la tripulación como la segunda de a bordo. El personal, formado por humanos y extraterrestres de diversas razas, así como por un singular robot, tendrán que lidiar con todo tipo de amenazas intergalácticas, mientras tratan de resolver los distintos conflictos personales que surgen de la convivencia y el día a día.
La serie no oculta en ningún momento su innegable inspiración en Star Trek, aún así, logrando con creces superar a cualquier serie oficial de esa franquicia de los últimos años. Tiene todo aquello que hacía especial a la serie original o a su continuación de La Nueva Generación: excelentes guiones (que recogen ideas de actualidad social y filosófica), magnífica química entre los protagonistas (hacia los que -por su carisma- sientes una rápida empatía), buen elenco y definición de secundarios, humor cuando toca y unos más que dignos efectos especiales.
En definitiva, amigos, una cita obligada para todos los amantes de la buena ciencia-ficción, capaces de disfrutar de una trama fresca y sencilla sin más complicación que la que aportan unos capítulos autoconclusivos.
De momento, son 36 episodios repartidos en tres temporadas, disponibles en Disney Plus.
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